martes, 29 de diciembre de 2015

Un nuevo método radical de aprendizaje podría desatar una generación de genios





La escuela primaria José Urbina López está cerca de un basurero al otro lado de la frontera con México. La escuela es para los residentes de Matamoros, una ciudad polvorienta de 489,000 habitantes, siendo ésta un punto central en la guerra contra el narcotráfico. Hay balaceras con frecuencia, y es común que los lugareños por la mañana se encuentren con cuerpos tirados por la calle. Para llegar a la escuela, los estudiantes recorren un camino de terracería que corre paralelo a un canal de aguas negras. Una mañana reciente había un tractor de los años 40s, un bote pudriéndose en una zanja, y un grupo de cabras mordisqueando hilos de pasto. Una pared de bloques de hormigón separa a la escuela de un terreno baldío—su parte más lejana es un montecito de basura que creció tanto, que finalmente lo cerraron. Casi todos los días, un olor fétido se cuela por los salones construidos de cemento. Algunos le llaman a escuela “un lugar de castigo.”

 Para Paloma Noyola Bueno, una niña de 12 años, era un vértice de luz. Hace más de 25 años, su familia se cambió del centro de México a la frontera, en búsqueda de una vida mejor, pero acabaron viviendo al lado del basurero. Su papá se pasaba todo el día escarbando por chatarra, buscando pedazos de aluminio, vidrio, y plástico entre el desecho. Recientemente, le empezó a sangrar la nariz con frecuencia, pero no quería que Paloma se angustiara. Era su angelito—la más chica de ocho hijos.

 Después de la escuela, Paloma solía regresar a casa y sentarse con su papá en la sala; él era un hombre delgado y acabado por el sol quien siempre llevaba puesto un sombrero vaquero. Vestida en su uniforme bien planchado – una playera gris con falda azul y blanco — Paloma le contaba lo que había aprendido en la escuela para animarlo; ella tenía pelo negro y largo, una frente alta, y una forma de hablar pausada y analítica. La escuela jamás había sido un reto para ella. Se sentaba en filas con los otros alumnos mientras los maestros les decían lo que tenían que aprender. Al entrar al quinto año, pensó que iba a ser más de lo mismo — sermones, memorizaciones, y tareas sin consecuencia.

Sergio Juárez Correa estaba acostumbrado a enseñar este tipo de clase ya que por cinco años, se había parado delante de sus alumnos mientras recitaba el mismo programa impuesto por el gobierno. Era extremadamente aburrido para ambos, él y los niños, y había concluido que era una pérdida de tiempo; las calificaciones eran bajas, y los mismo alumnos que tenían buenas notas no mostraban mucho interés. Algo tenía que cambiar.
Juárez Correa también había crecido al lado de un basurero en Matamoros, y se convirtió en maestro para así ayudar a los niños a aprender lo suficiente para que pudieran hacer algo con sus vidas. En 2011—el año que Paloma entró a su clase—Juárez Correa decidió empezar a experimentar. Empezó a leer libros y a buscar ideas en el internet; se topó con un video sobre el trabajo de Sugata Mitra, un profesor de tecnología educacional en la Universidad de Newcastle en el Reino Unido. A finales de los 90s y durante la década de los años 2000, Mitra experimentó dándoles acceso a computadoras a niños en la India. Sin decirles nada, los niños aprendieron solos una variedad de cosas sorprendentes—desde como se replica el ADN hasta el idioma inglés.

 Juárez Correa aún no lo sabía, pero se había encontrado con una filosofía educacional nueva, la cual aplica la lógica de la era digital, al salón de clase. Esa lógica es inexorable: El acceso a todo un mundo de información ha cambiado la forma de como nos comunicamos, como procesamos información, y como pensamos. Los sistemas descentralizados se han mostrado más productivos y ágiles que los rígidos. La innovación, la creatividad, y un modo de pensar independiente, son cada día más importantes para la economía global.

 Y aún así, el modelo dominante en la educación pública tiene todavía sus raíces en la revolución industrial que lo engendró—cuando los centros de trabajo valoraban la puntualidad, la regularidad, la atención, y el silencio sobre todo. (En 1899, William T. Harris, el comisionado de educación estadounidense, celebró que las escuelas del país habían tomado la “apariencia de una máquina,” la cual enseña al estudiante “a comportarse en una manera ordenada, a mantenerse en su lugar, y a no estorbar.”) Ya no proclamamos esos valores hoy en día, pero nuestro sistema de educación – el cual pone en prueba la habilidad de los niños de memorizar información y de dominar solo un juego estrecho de técnicas—mantiene que los estudiantes son material que tiene que ser procesado, programado y examinado por su calidad. Los administradores escolares establecen parámetros y guías que les indican a los maestros lo que tienen que enseñar cada día. Legiones de administradores supervisan todo lo que pasa en los salones de clase; en 2010 solo el 50 por ciento de los empleados de las escuelas públicas, en Estados Unidos, eran maestros.

 Los resultados hablan por si mismos: Cientos de miles de niños dejan la escuela secundaria cada año. De los que sí se gradúan, casi un tercio “no están preparados académicamente para clases universitarias del primer año,” según el reporte del servicio de exámenes ACT del 2013. El Foro Económico Mundial clasifica a los Estados Unidos como cuadragésimo noveno de 148 países desarrollados y no desarrollados, en cuanto a calidad de instrucción en ciencias y matemáticas. “La base fundamental del sistema está fatalmente defectuosa,” dice Linda Darling-Hammond, profesora de educación en Stanford y la directora fundadora de la Comisión Nacional Sobre la Enseñanza y el Futuro de América. “En 1970 los tres conocimientos prácticos más codiciados por las compañías en el Fortune 500 eran: leer, escribir y aritmética. En 1999, eran: trabajar en equipo, resolución de problemas, y habilidades interpersonales. Necesitamos escuelas que desarrollen estas habilidades.”

 Y es por eso, que una nueva generación de educadores, inspirados por el internet, la psicología evolucionaria, la neurociencia y la inteligencia artificial, están inventando nuevos métodos radicales para que los niños aprendan, se desarrollen, y prosperen. Para ellos, la sabiduría no es un producto que pasa de manos de maestro a estudiante, si no es algo que surge de la curiosidad de los estudiantes. Los maestros proporcionan claves, no respuestas, y luego se alejan para que ellos mismos se enseñen y aprendan de cada uno. Están creando formas para que los niños descubran sus propios intereses—y en ese proceso estos maestros están desarrollando una generación de genios.

En su casa en Matamoros, Juárez Correa se encontró completamente absorbido por estas ideas. Mientras más aprendía, se sentía más entusiasmado. En agosto del 2011—al comienzo del año escolar—entró a su salón y formó grupos pequeños con los escritorios maltratados de madera. Cuando Paloma y los otros estudiantes entraron al salón, como que se confundieron. Juárez Correa los invitó a sentarse y luego él también se sentó con ellos.
Les empezó a contar que había niños en otras partes del mundo que podían memorizar pi a cientos de puntos decimales. Podían escribir sinfonías y construir robots y aviones. Casi nadie se imaginaría que los alumnos de la escuela José Urbina López pudieran hacer ese tipo de cosas. Los niños al otro lado de la frontera en Brownsville, Texas, tenían computadoras, acceso a internet rápido, y clases particulares, mientras tanto en Matamoros tenían electricidad intermitente, pocas computadoras, internet limitado, y a veces, no tenían ni que comer.
“Pero ustedes sí tienen algo que los hace semejantes a cualquier niño en el mundo,” les dijo Juárez Correa. “Potencial.”

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